GAETANO
PADRE Y MADRE VINIERON DE ITALIA porque allá éramos muy
pobres. Muy pobres. Más pobres que toda la pobreza que hayas visto. Claro que
esa no es razón para el abandono. Una vez le pregunté a ella que cómo era
posible haberlos dejado a Vicenzo y a Nicola[i],
si no tenía remordimientos. Me miró con los ojos llenos de lágrimas. Pero no
habló. Y luego, a la noche, le contó a padre. Y él vino y me pegó una cachetada
que me tiró contra la pared. Y después dos cintarazos en el lomo.
Él era así. Todo lo resolvía pegando, golpeando. No tenía
argumentos, no los daba. Ni explicaciones. Decía: “Así aprenderá”. No había día
que no me pegara. Madre lloraba. Y cuando quería intervenir para defenderme, él
la golpeaba también a ella. Y le gritaba que iba a tener la culpa si yo salía
marica.
No tengo buenos recuerdos de esa época. La memoria, como
ves, a veces sólo sirve para el dolor. Y sin embargo tenemos que exprimirla
como una naranja. Revisarla. Porque la memoria está antes de la palabra. Es la
que permite el uso de la palabra. La justifica; la ensancha. No hay palabra sin
memoria. Digo yo. Me gustaría que lo pienses. Por eso vengo. Para contarte
estas cosas.
El día que mataron a padre yo suspiré de alivio. Me puse
contento. Pensé que todo iba a cambiar. Porque no sólo él era así; también sus
amigos. Todos iguales: italianos duros, rústicos, brutos. Como Beppo
Quatrocchi, uno que solía venir a beber vino a la casa. Yo sentía terror ante
su presencia. Era tan grande como padre, de cejas unidas sobre la nariz,
negrísimas. Y llevaba colgada del cuello, con una cinta de cuero, una botellita
cuadrada, de forma extraña. Dentro de ella, en formol, conservaba un pedazo de
lengua humana. De uno que habló demasiado –decía−. Se la corté por charlatán”.
Y se miraban con padre y se reían a carcajadas. Toda la casa parecía temblar. Y
luego tomaban vino y hablaban del socialismo. Y madre lloraba. Siempre lloraba.
En silencio.
A veces, yo me escapaba y volvía muy tarde, casi de noche.
Igual sabía que iba a cobrar mi paliza. Pero necesitaba perder el miedo. Al
menos fuera de la casa. Andaba por las vías, vagaba por la estación.
Me gustaba mucho caminar. Siempre fui muy andariego. Cuando
chico, algunas veces íbamos con madre al centro. A madre le gustaba visitar
librerías. Después que padre murió, íbamos a comprar libros por lo menos una
vez a la semana. Después nos dábamos una vuelta por la Plaza de Mayo. Que antes
estaba llena de palmeras y tenía una hermosa recova en el medio. Era un paseo
precioso, con mesitas de hierro en las veredas de los bares y confiterías. Por
ahí desfilaban marineros de todo el mundo, inmigrantes, y se hablaban las
lenguas y dialectos más asombrosos. El castellano era casi desconocido. Los
sábados y domingos pululaban vendedores de todo tipo de mercancías. Los negros
eran buenos pasteleros y hacían unas mazamorras deliciosas. Llevaban unos canastos
enormes y eran muy simpáticos. Siempre estaban cantando. También podían verse
algunas mujeres, casi inexistentes durante la semana. Pero el Intendente mandó
a demoler la vieja recova y recortó el Cabildo para abrir la Avenida de Mayo.
Mucha gente se opuso a esas obras. Que eran, se decía, un negociado.
−No hay que destruir; hay que hacer –decía ella−. Si no,
cómo van a ser los argentinos: irrespetuosos del pasado y sin conciencia
arqueológica. Por su afán de ser europeos caen este modernismo destructor y
ridículo. No advierten que los europeos son respetuosos de su pasado.[ii]
Hacen guerras todo el tiempo pero siempre dejan en pie catedrales, pinacotecas
y museos. A este paso éste país va a ser un país de nuevos ricos, de la pura
jauja. Nunca sabrán ser humildes y el día que sean pobres no van a soportarlo.
Cuando esas obras se estaban haciendo, fue que mataron a
padre. Y ella empezó a cambiar tanto. Bueno, todo cambió. Hasta el paisaje,
digo yo. Porque para el muchacho que yo era lo que en realidad estaba cambiando
era mi vida. Las obras continuaban cuando terminó el siglo, que todo el país
esperó con muchos nervios. Se creía que algo terrible iba a suceder, pero madre
decía que no debíamos pensar en las premoniciones del Prete Rocco sino en algo positivo. El nuevo siglo debía
significarnos dicha y ventura, y fortuna para hacer venir a Cenzino y
Nicoletto. Se le llenaban los ojos de lágrimas cuando los mencionaba. Culpas,
yo sabía. No dejan vivir. No dan paz. Son como el miedo.
[i]
Nota propia: En la historia, Nicola y Vicenzo eran los hijos de la pareja
emigrada, es decir, los hermanos de quien relata. Cuando vienen de Italia, eran
tan pobres que tuvieron que dejar a dos de sus hijos en Europa. Nunca más los
vieron.
[ii]
Nota propia: La señora a la que se refiere el relator es su madre. Italiana.
Era una persona con sentimientos ambiguos de nacionalismos mezclados, entre su
identidad italiana y su profundo valor y reconocimiento a la patria que la
había recibido.
Mempo Giardinelli en Santo Oficio de la Memoria (edhasa).